También dirigió sus pasos hacia el Shugendo, las vías budistas del Shingon y del Tendai. Al fin abandonó todos estos movimientos
para consagrarse a la vía del Zen. Y fue allí donde encontró amigos que practicaban la vía del Kendo. Vivía entonces en Tokio. Hacia 1955 había alcanzado un nivel muy alto, sobre todo en iaido (escuela Omori ryu), pero en él se operaron profundos cambios en cuanto a la manera de concebir la finalidad del arte del sable. Fue en esta época cuando dejó Tokio para ir a Shimizu donde se entrenó en un importante dojo de
esta escuela. A través del iaido y del kendo buscó la liberación final y el estado de vacuidad. Le impulsaba el deseo de liberarse del sentido egótico de ser un individuo separado del conjunto. Era necesario ir más allá y vincular las leyes que rigen lo infinitamente grande a la práctica del sable. Para alcanzar este objetivo se sometió, paralelamente al entrenamiento, a períodos de ascetismo extremo, incluso peligroso.
Desde los ejercicios del Shugendo a las recitaciones mántricas del Shingon, de la meditación Zazen al Misogi, el maestro Takeuchi adquirió capacidades sorprendentes.
Su primer objetivo fue purificar sin cesar el cuerpo y la mente. El fin al que aspiraba era llegar a la permanencia del ser real por medio de la contemplación Zen. De las numerosas técnicas e ideas que había descubierto, seleccionó los elementos esenciales a su modo de entender las cosas de la vida y formuló una verdadera doctrina que, en
pocas palabras puede resumirse así: “Prioridad del vacío sobre lo lleno, de lo interior sobre lo exterior”. Pero, a los alumnos avanzados que comentan esta fórmula, confiesa que más allá de un cierto grado de realización, ya no existe ni vacío ni lleno, ni interior ni exterior!
El maestro Takeuchi habla suavemente y trata siempre de hacer comprender lo que dice a su interlocutor. Comprendiendo que mi japonés no tenía nada de universitario, se paraba a menudo, repetía en inglés, utilizaba palabras corrientes y hacía muchísimos croquis (que he guardado cuidadosamente). Aquel día habíamos hablado largamente. Todavía no sé porqué. Siempre guardando una cortesía exquisita
hacia el punto de vista del otro, pero sin tocar jamás los límites de la hipocresía. Con él uno tenía un sentimiento de confianza y de seguridad. Bajo una naturaleza fuerte y poderosa se esconde una gran dulzura ¡pero me hizo falta tiempo para darme cuenta de ello!
Era ya noche cerrada cuando me despedí. Salí rápidamente para coger el tren de Shimizu a Shizuoka. El trayecto no era largo, pero de la pequeña estación de Shizuoka al dojo había unos buenos veinte minutos en bicicleta. Siempre fiel, ésta me esperaba entre muchas otras. Salté encima y partí a la velocidad de un kamikaze hacia el dojo.
¡Domingo! Un día que, a lo largo de mi estancia, llegó a ser como cualquier otro día. Para todos era un día de descanso, para mí y un amigo que me acompañaba, era un mal trago que pasar. Incluso habiendo dejado el judo, después del paso a cinturón negro en el Kodokan, el entrenamiento de aiki-jutsu del maestro Mochizuki
Minoru era penoso y peligroso (¡dejé allí una rodilla!), pues todos los adversarios eran 2º o 3º dan en diversas disciplinas como el judo, el aikido o el karate, y los golpes se daban a fondo. He llegado hasta a tener miedo, en un estado de fatiga extrema los reflejos se resienten y yo temía recibir un mal golpe que diera al traste con todos mis proyectos (¡que en esta época eran muchos!).
A partir del punto de elección en que se decide no traicionar tu senda personal, te liberas y rompes tus cadenas. Te maravillas ante la posibilidad de ver con nuevos ojos cada instante de tu vida. Que ya nunca más será como solía ser. Y es ahí donde comienzas tu aprendizaje, vives el fracaso y la preparación, recibes la transmisión de tus Maestros en la práctica cotidiana y por medio de tus lecturas y las enseñanzas de quienes son tus guías. El hambre de aprender te impulsa. La mejor forma de aprender es enseñar a otros, compartir lo que se te ha mostrado y enseñado, comunicar con respeto, amabilidad y gratitud.
Las lecturas de cada día se ordenan alrededor de la «hora sagrada», esos 60 minutos reservados cada mañana, sin excepción, a las primeras actividades del día. Un tiempo sagrado para hacer el trabajo interior; para leer, meditar, reflexionar, escribir, volcar en las libretas los diarios, el mitori geiko, la revisión del estado de las cosas de la vida que se transita cada día. En lo posible ver el amanecer y enfocar cada día tal como es: único e irrepetible. Con solicitud, compasión y carácter para recorrer el Camino, en este ensayo de eternidad.